La Iglesia católica es una poderosa organización milenaria cuya estructura fuertemente jerarquizada y monolítica ha pervivido a lo largo de muchos siglos. En ese proceso ha acumulado un enorme poderío económico y ha ejercido una decisiva influencia política que la ha llevado a ser la única confesión religiosa constituida en Estado, incluso con presencia en Naciones Unidas en calidad de observador permanente, lo que le permite participar en numerosas deliberaciones y actividades de dicha organización.
Su alcance prácticamente universal la ha llevado, en amplias zonas del planeta, a ocupar un papel hegemónico en el terreno de las creencias religiosas, y en otras zonas geográficas a plantearse estrategias de expansión (Asia y África), con resultados notables, aunque desiguales.
Sin embargo, la irrupción de diversos factores en los últimos decenios ha provocado la ruptura de dicha tendencia expansiva: el proceso de secularización de la sociedad, con sus consiguientes políticas laicas en los países avanzados; la competencia decidida de otras creencias religiosas, especialmente en los países atrasados o en los mal llamados en vías de desarrollo; y la crisis de legitimidad y representatividad en los países democráticos, motorizado todo ello por una globalización económica sin precedentes, a escala planetaria, cuyos subproductos más evidentes son la exclusión social, la crisis ecológica y la ausencia de perspectivas vitales para cientos de millones de seres humanos.
Ante este panorama de franco retroceso, las intervenciones de Benedicto XVI, antes y después del discurso de Ratisbona, han delineado una doble y selectiva estrategia:
1) En los países desarrollados, con democracias muy estables, se trataría de hacer un frente común contra la verdadera amenaza que se cierne sobre la civilización (occidental), cuales son el ateísmo y la indiferencia, un laicismo que pretende excluir a Dios de la esfera pública y de la elaboración de las leyes. El objetivo fundamental en el desarrollo de esta estrategia sería la oposición frontal a las leyes que no se ajusten a su ideario (¿nos suena?), porque se debe considerar ilegítimo cualquier parlamento o gobierno que apruebe leyes contra natura. Al parecer Ratzinger, en estos casos, no considera que la soberanía resida en el pueblo y la expresen los parlamentos, en una democracia constitucional. Y para doblar la cerviz de los parlamentos díscolos exhorta a sus obispos a la lucha ideológica, y a los políticos católicos y a sus fieles al activismo militante. Y la palabra clave es innegociable.
2) En los países pobres o en vías de desarrollo, con democracias poco estables (o inexistentes) el problema fundamental es la competencia interreligiosa, que ha situado a la Iglesia católica en franco retroceso. Ahí no es prioritario hacer frentes comunes con otras creencia religiosas: la estrategia sería frenar el avance de los evangélicos y los musulmanes, dando la batalla con sus mismas tácticas: proselitismo militante enfocado a las necesidades más urgentes de las poblaciones.
En fin, no hace falta decir que en España nos encontramos encuadrados en el primer eje estratégico, y los dardos eclesiales irán (están yendo) dirigidos contra todas las leyes de contenido laico y contra todas las personas laicas (con o sin creencias religiosas) que creemos que la moral católica no puede volver a imponerse a toda la sociedad como moral de Estado y que el individuo, en un Estado democrático, no puede admitir la tutela de ninguna creencia religiosa ni someterse a un permanente ambiente de libertad vigilada. Porque es sencillamente totalitario.
Puedo comprender que una jerarquía en cuya organización no han figurado en 2000 años de existencia los usos y costumbres de la democracia no entienda de representatividad política, de soberanías populares y de derechos fundamentales de la persona. Aspectos que en las democracias constitucionales son de ejercicio común. Por ello deben esforzarse en comprender que cuando un líder religioso (Papa u obispo) habla en términos políticos, lo hace en nombre propio exclusivamente puesto que, políticamente hablando, nadie lo ha elegido. Claro que tienen derecho a expresarse (menos victimismo teatral, por favor) y a opinar en público. No hay una sola persona laica que niegue ese derecho, porque se lo concede el Estado laico tan denostado por ellos. Y ello refuerza la democracia. Pero el poder y la autoridad de las instituciones estatales residen en el pueblo y se expresa en el Parlamento, a través de sus representantes democráticamente elegidos.
Así pues, los dirigentes religiosos no tienen ninguna representatividad política y, en consecuencia, las leyes y las políticas públicas no pueden responder a sus deseos particulares, independientemente de que coincidan con muchas o pocas personas.. Cuando se pretende que la legitimidad de una política proviene de una instancia religiosa (llámese verdad natural, dios, fe o moral católica), no sólo se está minando la propia autoridad política sino, sobre todo, el propio Estado democrático, pues se socava directamente el poder de todos los ciudadanos.
11 de septiembre de 2007
Enrique Ruiz del Rosal
Presidente de la Asociación Laica de Rivas Vaciamadrid