Cuando en 1983 José María Ruiz Gallardón, padre del actual Ministro de Justicia, recurrió ante el Tribunal Constitucional (TC, en adelante), en nombre de AP (antigua denominación del actual PP) la normativa que pretendía regular la interrupción voluntaria del embarazo (IVE, en adelante), sólo consiguió una cosa: retrasar la puesta en marcha de la nueva norma dos años, hasta 1985.
La nueva ley no legalizaba la IVE, tan sólo la despenalizaba en tres supuestos concretos: grave peligro para la vida o salud física o psíquica de la embarazada (sin plazo), violación (12 primera semanas) o graves taras físicas o psíquicas del feto (22 primeras semanas). Además provocaba una extrema inseguridad jurídica a las mujeres, que quedaban inermes ante cualquier denuncia, y a los propios médicos, por lo que la práctica totalidad de las intervenciones se realizaba en clínicas privadas (se sigue realizando con la actual normativa), permaneciendo al margen de la sanidad pública. En definitiva, a la mujer no se le reconocía autonomía de juicio y capacidad de cisión responsable.
Con todo, la entrada en vigor de la nueva ley permitió acabar con los abortos clandestinos, que provocaban la muerte de más de 300 mujeres cada año. Claro que esto no pudo suceder hasta que en 1985 el TC declaró la constitucionalidad de los tres supuestos aludidos. El TC en sentencia de 1985, en respuesta al recurso que puso AP contra la Ley, oponiéndose a la despenalización, estableció que: a) los tres supuestos de despenalización contemplados eran constitucionales; b) siendo digno de protección jurídica el feto, es constitucional que prevalezca el derecho de la gestante; c) en caso de violación, no se puede exigir a la mujer “soportar las consecuencias de un acto de tal naturaleza”, porque atenta contra su dignidad, dado que la mujer no es un “mero instrumento”; d) en caso de graves taras físicas o psíquicas en el feto, no se le puede imponer a la mujer una conducta que excede de la que normalmente es exigible a la madre y a la familia; e) en relación con la IVE, conviene que el Estado legisle “en línea de lo que sucede en la regulación positiva de los países de nuestro entorno”.
La ley aprobada en 2010 a propuesta del PSOE, supuso un paso muy importante, aunque no exento de graves deficiencias, en el reconocimiento de los derechos de las mujeres: reconoció la IVE como un derecho, sustituyó los tres supuestos por plazos y lo inscribió en el marco de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres.
En realidad no hacía más que seguir la senda que sugería la Sentencia del TC 53/1985, que en su Fundamento Jurídico 12 aconsejaba legislar “en línea de lo que sucede en la regulación positiva de los países de nuestro entorno” y, como recordaba la Asociación de Mujeres Juristas Themis, seguir la Resolución 1607/2008, del Consejo de Europa, que recomendaba una ley de plazos. Treinta y dos de los cuarenta y siete países integrados en el Consejo de Europa en 2008 disponían de sistemas de plazos. Así pues, en contra de lo que han propagado los voceros clericales, la derecha anti-derechos y la caverna mediática, la vigente ley cumple el mandato del Constitucional de alinearnos jurídicamente con los países de nuestro entorno.
Veintiocho años después de que su padre recurriera la legislación de 1983, el hijo del entonces portavoz de la derecha se ha propuesto desbaratar la actual legislación en la materia, en nombre del mismo partido, el PP actual, para volver a regirnos por una norma que ellos mismos, con su padre a la cabeza, denunciaron por “inconstitucional”. Con la diferencia de que no van a tener el “detalle” de esperar que el TC dicte sentencia. Han tomado las riendas del Gobierno con enormes ansias de seguir avanzando…hacia el pasado.
No importa que no haya existido “efecto llamada” con la nueva legislación (sólo un 1,3% de incremento de IVE,s) en 2010 respecto al año anterior; no importa que la tasa de IVE,s por cada 1.000 mujeres entre 15 y 44 años apenas haya variado en los dos últimos años; no importa que hayan desaparecido los abortos clandestinos; no importa que las IVE,s en chicas de 16-17 años no hayan sido un “coladero”, como amenazaba el PP, pues se mantienen prácticamente estables; no importa cómo haya podido influir en estas cifras el que las adolescentes hayan estado mejor informadas (aunque no se haya desarrollado plenamente este aspecto de la ley); no importa que hayan dispuesto de más medios anticonceptivos para prevenir los embarazos no deseados; no importa que sea una barbaridad jurídica y una aberración ideológica equiparar la IVE al homicidio, como hacen las organizaciones anti-derechos, la jerarquía católica y no pocos políticos del PP. Todo eso no importa.
Porque en realidad no estamos ante un problema de naturaleza científico-médica o jurídica: la cuestión es fundamentalmente ideológica y moral. Se trata de derechos de las mujeres frente a dogmas religiosos; del poder clerical de una determinada casta sobre la sociedad (no confundir con el conjunto de personas con creencias religiosas) frente a valores laicos de autonomía de la mujer y respeto de su libertad de conciencia.
En nuestro país, en el que a pesar de la supuesta aconfesionalidad del Estado es tan profunda la imbricación de los intereses eclesiales con el ámbito de lo público, tanto en la enseñanza como en la financiación de sus demás actividades, así como en el ámbito jurídico, la jerarquía católica pretende que lo que a su juicio sea pecado, se considere delito por las leyes civiles y penales.
Sin embargo, para el laicismo, desde una óptica de autonomía de la conciencia, el derecho y el Estado no tienen entre sus cometidos afirmar o negar ninguna moral particular. De ahí que el Estado no deba interferir en la moral de las personas, así como éste no debe permitir ninguna interferencia de morales particulares en su seno. Por lo tanto, el derecho no debe ponerse al servicio de ninguna moral ¿Cómo si no podría conjugarse que estemos tod@s sujetos al mismo derecho, desde la diversidad moral existente en la sociedad?
Cierto que pensamos de distinta forma, cierto que existen múltiples creencias (religiosas o no), cierto que partimos de distintos valores morales. Ése es el contexto del que parte el laicismo: el pluralismo ideológico y moral. Y este reconocimiento del pluralismo, que parece obvio, no lo es para los colectivos anti-derechos o los partidarios de la jerarquía clerical.
Si tú piensas que un embrión, o el feto, equivalen a una persona, y yo que no, es algo que no puede dilucidarse científicamente. Ambos son juicios de valor (aunque yo lo tenga muy claro), directamente relacionados con la libertad de conciencia de cada un@. El hecho de que el plazo de interrupción del embarazo oscile entre las 12 semanas (Italia) y las 24 (Holanda, Inglaterra) no tiene ninguna significación biológica, sino más bien se remite a un plazo necesario para que la mujer pueda ejercer su LC y, por tanto, su autonomía moral, que es la base de su dignidad como persona.
Y es este binomio autonomía-dignidad el que impide considerar a la mujer como un simple receptáculo de espermatozoides, y al embrión, o al feto como un simple “subproducto” biológico independiente de su voluntad. Es la mujer, en el ejercicio de su autonomía moral (y por tanto de su dignidad) la que debe decidir si lo que lleva en su vientre es “algo” deseado y, por tanto, susceptible de nacer y convertirse en persona, o si por el contrario, es “algo” no deseado y, en consecuencia opta por interrumpir el embarazo. En ambos casos, a la naturaleza biológica de la decisión la precede un acto moral de voluntad.
Por otra parte, es evidente que existen numerosas personas con creencias religiosas que comparten esta concepción moral de la mujer, basada en su libertad de conciencia y en la autonomía de su voluntad. Pero también otras muchas que, aun considerando que la interrupción es inmoral, aceptan la separación entre el derecho como sistema regulador de intereses generales y la moral particular de cada persona, que forma parte de un principio básico de cualquier Estado constitucional de carácter no ya laico, sino “simplemente” aconfesional.
Así pues, hay muchas personas que aun cuando tienen creencias religiosas (católicas, en este caso) no confunden derecho y moral, y no pretenden que aquello que no está de acuerdo a su moral se inscriba en el derecho penal y sea considerado delito.
Sin embargo, también existe un gran número de personas que inspiradas y azuzadas por la jerarquía católica, y con la inestimable colaboración política del PP, sitúan la afirmación de sus principios morales en directa conexión con el derecho penal, pretendiendo que prevalezca su moral particular por encima de los intereses reales de las personas de carne y hueso, con independencia de los sufrimientos que inflijan a decenas de miles de mujeres, o de los derechos específicos que pisoteen, como su libertad de conciencia o su autonomía moral. Estos fanáticos anti-derechos no reclaman el ejercicio de ningún derecho; tampoco son obligados a hacer nada que su moral no les permita; lo que pretenden es impedir que las mujeres accedan al ejercicio de sus derechos a interrumpir el embarazo y al disfrute de los demás derechos sexuales y reproductivos.
Pero no sólo el derecho de la mujer a decidir sobre su maternidad tiene un sentido de libertad “positiva”, en el sentido jurídico de la expresión, (para hacer algo); también, e incluso antes, supone el ejercicio de una libertad “negativa”, es decir libertad de no ser obligada a convertirse en madre. Para neutralizar la primera vertiente de este derecho (la libertad para interrumpir el embarazo) las huestes confesionales cuentan con la presión legislativa, con la complicidad política del PP, así como de todos sus poderosos medios de comunicación asociados a la caverna mediática. Sin embargo, para impedir el ejercicio de su libertad para no ser obligada a dar a luz (la vertiente “negativa” de su derecho) cuentan con una miríada de organizaciones religiosas, generosamente subvencionadas por el erario público y con todo tipo de asociaciones anti-derechos, de carácter fanático, que con manifiesto desprecio por la vida y dignidad de las mujeres, y provocando enormes sufrimientos a decenas de miles de ellas, las presionarán de forma inmisericorde para que den a luz bajo coacción.
No cabe ninguna duda de que a la jerarquía eclesiástica y a las fuerzas confesionales (de signo religioso o político) no les preocupa la autonomía moral de las mujeres, ni su dignidad, ni los sufrimientos ocasionados por su cruzada antiabortista. La secuela histórica de muertes, lesiones graves y todo tipo de sufrimiento, provocada por el ejercicio fanático (impuesto a la fuerza) de la moral católica es buena prueba de ello.
Pero tampoco pueden defender racionalmente que les preocupe especialmente la vida de los fetos o de los bebés no deseados, promoviendo políticas que criminalizan la interrupción del embarazo, puesto que se han demostrado ineficaces a nivel internacional para hacer descender el número de abortos, provocando centenares de miles de abortos ilegales clandestinos, además de provocar sus correspondientes secuelas de muerte, lesiones y sufrimientos.
Lo consecuente con este objetivo sería la elaboración y puesta en práctica de políticas preventivas para evitar los embarazos no deseados. Esa es la única respuesta racional y razonable de alguien verdaderamente preocupado por el número de IVE,s. Pero el fanatismo clerical practica una moral que no quiere ni oír hablar de políticas preventivas en materia sexual y reproductiva de las mujeres. Y merecen el calificativo de fanáticos porque su objetivo es que las leyes civiles reflejen su particular concepto de la moralidad, y están dispuestos a imponer su criterio, cueste lo que cueste.
Para el laicismo la separación Iglesia-Estado es un principio jurídico-político básico para establecer la laicidad del Estado, puesto que representa la autonomía del poder político respecto a las creencias particulares de todo tipo, tanto religiosas como de cualquier otra naturaleza. Pero esta separación en el nivel de lo institucional es sólo una condición necesaria, pero no suficiente para establecer la laicidad del Estado y sus instituciones, mientras no se reconozca el pleno ejercicio de la libertad de conciencia y la igualdad jurídica y de trato, y mientras exista discriminación por razón de las creencias o convicciones.
Pues bien, una manifestación específica de la separación Iglesia-Estado se proyecta en la relación entre el derecho y la moral, y en este caso concreto que discutimos, la interrupción voluntaria del embarazo, confundir uno y otra es el objetivo manifiesto de los intereses clericales, en la medida en que pretenden que se castigue penalmente determinados hechos por la única razón de que su moral lo estipula como “pecado”.
Con ello, un derecho que se inspire en esta moral clerical, que castigue penalmente la IVE y no reconozca este derecho, está obligando a miles de mujeres a una opción de vida como es la maternidad. ¿Dónde queda la libertad personal y la dignidad y autonomía de la mujer, reconocidas en la Constitución Española? El derecho no puede imponer conductas u opciones de vida. El derecho no puede imponer a la mujer dar a luz.
Por el contrario, las leyes que reconocen la legalidad de la IVE no imponen ninguna conducta o norma de vida a las personas que están en contra de la IVE. Por tanto, si amplía derechos de las mujeres y no obliga a ninguna persona a hacer nada que no le aconseje su moral ¿dónde está el problema? Parece que el problema radica en la naturaleza fanática de los intereses clericales, en esa necesidad de imponer a toda una sociedad plural ideológicamente sus particulares creencias y criterios morales.
Visto desde el ángulo del ejercicio de la libertad de conciencia y de la dignidad y autonomía moral de la mujer, la cuestión no puede ser más monstruosa: si la moral católica (en este caso) penetra en el derecho, la mujer puede ser obligada a llevar su embarazo a término, en contra de su voluntad. Se la obliga a convertirse en madre, aunque no quiera, o no se considere preparada, o ni siquiera se lo haya planteado; se la impone un plan de vida que, como mínimo, incluye criar y educar un hijo no deseado, cuando no soportar una pareja no deseada. Todo ello sin olvidar los tremendos efectos físicos y psicológicos de esta violencia “legal”.
Debo mencionar aquí la terrible responsabilidad que asumen en este proceso la miríada de asociaciones y órdenes religiosas, que generosamente subvencionadas con el dinero público, y por tanto de tod@s, “ayudan a las descarriadas”. Primero se convierten en colaboradoras necesarias para restringir la libertad de elección de las mujeres, así como el ejercicio de su autonomía moral y de su dignidad como personas. Pero tras consumar el desaguisado y forzarlas a parir, se ofrecen “caritativamente” a quedarse con el “producto” de su extorsión. Este mensaje religioso es claro: “Tu conciencia, tu dignidad y tu autonomía nos importan un comino. Para nosotr@s eres sólo un receptáculo, un útero. Da a luz a cualquier coste y luego, si no te haces cargo tú, ya nos haremos cargo nosotr@s”. Parece descarnado este relato pero es fiel reflejo de las actitudes que estos colectivos expresan cotidianamente en la prensa.
Al escándalo que trasmiten estos comportamientos s une que están financiados con fondos públicos, cuyo uso debería dedicarse a servicios de interés general y no a apoyar políticas inspiradas en una moral particular, como es la católica, que además cercena derechos humanos elementales.
A menudo cuando se habla de derechos humanos individuales no se repara en que el más importante de todos ellos es el que cada persona tiene sobre sí misma, y forzar un embarazo no deseado viola radicalmente este derecho. La mujer tiene derecho de autodeterminación sobre su propio cuerpo y, por lo tanto, derecho a que su maternidad sea voluntaria, no forzada. Desde su libertad de decisión y su autonomía, éste es un derecho exclusivamente femenino y sólo negando este derecho y reduciendo su cuerpo a un objeto, reduciéndolo a una mera máquina procreadora se le puede arrebatar su capacidad de decisión sobre su propio cuerpo, poniéndola a los pies del Código Penal.
Claro está que este derecho de autodeterminación de la mujer en materia de IVE dista mucho de estar reconocido en las legislaciones actuales en las que, si acaso, su ejercicio está despenalizado o legalizado de forma controlada. Pero en todo caso, no deja de ser un derecho fundamental y exclusivo de las mujeres cuyo no reconocimiento, como antes señalaba, equivale a someterla a una cadena de obligaciones (maternidad, embarazo, parto, hijo) en contra de todos los principios liberales del derecho penal.
Hay ocasiones en que se oyen voces masculinas reclamando un supuesto “derecho de paternidad” sobre el proceso de gestación. Este enfoque me parece un subproducto más de la mentalidad patriarcal con que el varón se reserva cotas de poder sobre el cuerpo de la mujer, puesto que si la IVE dependiera de un acuerdo con el varón, se encontraría éste investido de un poder sobre ella, eliminando la posibilidad de ejercer su libertad de conciencia y su autonomía moral. Lo cierto, no obstante, es que el parto, la gestación y el embarazo forman parte, exclusivamente, de la identidad femenina y no de la masculina.
Valgan estas reflexiones para volver a poner sobre el tapete la necesaria separación de los ámbitos del derecho y de la moral, que desde el laicismo debemos seguir defendiendo, en mayor medida en momentos como los actuales en que la alianza de las fuerzas confesionales (jerarquía católica, PP y medios de comunicación afines) amenaza con tirar por la borda los tímidos avances en materia de reconocimiento de la igualdad y de los derechos sociales llevado a cabo por el PSOE en la etapa anterior.
En lo referente a los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, la ley aprobada en marzo de 2010 supuso un importante avance en cuanto que, más allá de despenalizarla, reconocía el derecho a su ejercicio por las mujeres y, por tanto, las alejaba del Código Penal. La contrarreforma con la que nos ha avisado el “progresista” Ministro de Justicia Ruiz Gallardón, amenaza con volver a atrasar el reloj de los derechos de la mujer en esta materia unos treinta años, a la vez que pretende lo propio con materias como las políticas de igualdad o los derechos colectivos de los homosexuales.
Al parecer las mayorías absolutas sirven para ejercer el poder absoluto, despótico diría yo, en detrimento de los valores democráticos y de los derechos civiles y sociales. Y este peligroso “juego” está degradando hasta niveles indecibles la calidad de nuestra democracia constitucional (¿dónde queda la Constitución?) y de las propias instituciones democráticas (parlamento y judicatura, principalmente), dando alas a los populismos autoritarios de toda laya. Millones de personas en España (y en el mundo) se preguntan para qué sirven unos sistemas democráticos que no posibilitan ni el pan, ni el empleo ni la participación en las decisiones que les conciernen. ¿Cómo hablar en este contexto de de libertad y de dignidad?
Por ello cada vez tiene más vigencia la lucha en torno a los postulado laicistas, que pueden sintetizarse en una frase: Para el laicismo, el objetivo fundamental de la acción política y cívica es el respeto a la dignidad humana, en un marco de libertad e igualdad entre todas las personas, con objeto de promover la autonomía individual frente a la injusta presión de cualquier institución política, económica o religiosa.
Rivas Vaciamadrid, febrero 2011
M. Enrique Ruiz del Rosal
Miembro de Europa Laica y de la Asociación Laica de Rivas Vaciamadrid